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<Iwamoto Eiko
Michelle Weiz llamó a la línea para que le ayudaran a dudar, porque esa tarde de tintes fríos de noviembre, los somníferos tras la tapa del espejo, ejercían su influjo seductor con más intensidad y ternura que en anteriores crisis de soledad. La pesadez de una vida hueca, misma pesadez que su corazón y su mente absorbían como esponjas, le hinchaban el pecho y los ojos sin darle más alternativa que acurrucarse en las esquinas o en la tina y, con el aliento entrecortado, llorar. Las lágrimas eran su válvula de escape cuando horas de marcar en el teléfono, y ofrecer productos a personas que toman tu voz como un hedor pasajero, resultaba insoportable y un recordatorio de su propia falta de significado. Gastaba el aliento y la poca juventud que le quedaba vendiendo objetos en los que ni ella creía, con la presión del supervisor y una cuota a cumplir siempre encorvando su espalda.
¿Para eso nació y creció? ¿Para ser esclava de la rutina? Sus padres, antes de morir y dejarla sola en un mundo hostil, seguro esperaban grandes logros para ella, de la buena Michelle, que sin ser muy guapa, ni muy lista, compensaba las carencias con esfuerzo y buenas intenciones. Misma dedicación que la hacía aguantar los abusos de sus compañeros, y dobles cargas de trabajo, siempre con una máscara de optimismo, mientras que en secreto fantaseaba con que a la sociedad se la llevara al diablo, ya sea con una explosión, o bajo un enjambre de avispas con dientes.
El esfuerzo construía los sueños, ¿entonces por qué ella se sentía como una zombi incapaz de soñar? Si la felicidad en realidad es un mito, ¿quiénes son esas personas tan contentas en las redes y perfiles que visita? Un fantasma que recorre con ojos ojerosos fotos de hombres, mujeres, niños, y viejos sonrientes, en casas de jardines verdes, o en la playa, o en montañas curtidas de bosques nevados… Michelle quería cambiar de cuerpo y ser ellos. ¿Por qué se le fue negado el sentirse bien y completa? Encadenó esas preguntas con ideas peligrosas, sobre cómo el mundo poco cambiaría si ella no estuviera, sobre cómo la nada era preferible a ese limbo en vida, sobre lo bien que se sentiría soñar para siempre, y de cómo, en el gran marco de las cosas, tenía el mismo valor que una mosca. Cuando esas ideas se definían lo suficiente para ser nocivas, el sentido común la echaba para atrás. Pero en esos momentos el sentido común no fue suficiente, y antes de darse cuenta tenía el frasco de pastillas en la mano. Corría peligro, y en una maniobra desesperada del último pedacito de ella que quería vivir, llamó a la línea suicida para que la convencieran de no cometer una locura.
Cuando algún interesado llamaba a la empresa para presentar una queja o realizar preguntas de los productos, Michelle se aseguraba de estar siempre alerta en la trinchera para contestar y zanjar cualquier duda con profesionalidad, esperanzada de que su buen hacer se transformara en un ascenso, o alegría, o la idea de que lo hace vale para algo. Ni 30 segundos transcurrieran antes de tener el auricular listo. En comparación, ella estuvo esperando en la línea más de dos minutos, y cuando finalmente se oyó un chasquido y acto seguido la voz de un ser humano, este le dijo “Un momento”, antes de dejarla con una melodía insípida. A cada minuto el frasco en la mano de Michelle se sentía más pesado, y al cumplir los veinte, cuando el operador terminó la charla casual para contestar la llamada de Michelle, esta ya se había tragado el frasco completo. Si no había nada especial, u oportunidades para ella, ¿qué diferencia habría en esperar un rato más?
Tendida en la alfombra del departamento, con el auricular en una mano y el frasco vacío en la otra, Michelle con los ojos vidriosos y un semblante ceniciento, notó como sus sentidos eran arropados por una manta invisible que sofocaba todo su ser. El mundo se volvió borroso, por efectos de las pastillas, pensó, pero casi de inmediato su alrededor volvió a delinearse con nuevas formas y ángulos. La alfombra mullida cambió por una superficie dura, y un charco que apareció bajo su pierna la hizo creer que su vejiga la traiciono en esos últimos momentos. Su cerebro emergió del aletargamiento, porque aun estaba lo bastante lucida para reparar en el laberinto, y de cómo algo extraordinario estaba pasando. ¿Justo ahora, qué ya es tarde…? Quiso levantarse, llevarse los dedos a la boca para vomitar, pero frente al sopor sintético sus extremidades ya no respondían. Lloró en silencio, arrepentida, frustrada, despechada con el mundo. Cuando…
Lindo, lindo parpadear... Hay estrellas en el cielo...
Una voz extraña como una canción puesta al revés, se oyó cerca de ella, y a volver los ojos en su dirección, encontró una figura blanca en un fondo negro, cuya visión, en esos finales segundos, le recordó a Michelle cómo se siente el miedo.
Soledad… Tristeza… Rencor... Buena materia. Te convertiré en algo hermoso.
El demonio blanco la tomó entre sus apéndices y le arrebató todo lo que la volvía humana, dejando en su lugar un alma pequeña y maltrecha, a la que moldeo como arcilla, subiéndole el volumen a emociones negativas hasta dejarla sorda, depositando el resultado en un envase con forma de teléfono viejo. A ese teléfono lo llamó artefacto, y como sus campanas no paraban de tintinear, queriendo que alguien por fin le responda, el demonio blanco decidió abrir una brecha y meterla en un rincón, donde al pasar de los días, el artefacto se retorcía y clamaba con un despecho tan sólido como miasma que se transformaba en miles de vesps. La silueta de Michelle a veces se extendía más allá del oscuro rincón donde el demonio blanco la dejó, así fue como encontró una ciudad bajo techo, con personas que disfrutaban de una vida que ella solo pudo tener en imaginación y en fotos. ¿Es que caso no había nadie, en el mundo anterior, o en los laberintos, que entienda su dolor? Pensaba que no, pero entonces Eiko apareció, y lo que antes fue Michelle ahora quiso conocerla. Esa fijación le impidió notar las tres presencias que la estudiaban de cerca: Una sombra, un fantasma, y un pequeño bulto de carne.
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