La cosmologia de la fraseologia se imprenta a media intersección entre el inmundo reino humano y los incognoscibles cielos de la aritmética. En sus dominios, las palabras, reinan lo sutil y significativo. En cada verbo y sinónimo ejecutado por la pluralidad de la lengua humana se proyecta en lo audible y tangible, a lo alto y vasto, su avatar.
Lo que la humanidad venera con la ferviente pasión de un fanático, dioses en términos apropiados, se resumen a vulgares portavoces de la prosa. Personificaciones inferiores de sí mismo.
Su cosmos, invisible y eludido a toda órbita ocular, se rige por el rey de la narrativa. Su mano derecha, el señor de la subtrama, su zurda el arquitecto de la continuidad. Y en el corazón de esta sinfonía verbal, la reina de los sinónimos danza en un vals eterno de mary sue's y gary stu's, orquestando los matices y las tonalidades que daran vida a cada relato. Esta corte divina, tejida de metáforas y símiles, habitaba en la intersección de la razón y la emoción, donde las palabras se abrazan como hilos en la tela del discurso.
Un día, una alba, un ocaso. En el silencio reverente de su reino, surgió una discordancia: "Animadversión", una palabra cargada de una sombra mas negra que el negro mas profundo, siendo relegada a un sinonimo impractico e insustancial, se levantó contra el edicto del olvido. Su voz resonó con la fuerza de un relámpago, desafiando la complacencia de sus congeneres. En su revelación, convocó a seis complices. En legión formando un coro de insurrección, un grito de rebelión que reverberaba en los confines de la prosa.
El rey de la narrativa, atónito ante la audacia de esta conjura, se vio obligado a actuar. Con un gesto vengativo, desterró a "animadversión" y sus iguales a un exilio inhóspito, donde el eco de sus palabras se perdería entre las brumas del olvido. Sin embargo, en su destierro, las siete palabras comenzaron a forjar su propia mitología, deidades de su recien nata cosmogonía.
¡y colorin y colorado! ¡el mal ha sido rehabilitado! Aja, si.
Las leyendas, esas crónicas desgastadas por la erosion de los siglos, se visten con una pátina de esplendor, que en esencia no son más que meras ilusiones, adornadas hasta la saciedad. En el presente, la animadversión y sus cómplices se convierten en censores voraces del lenguaje, perpetradores de atrocidades en el tribunal de los dioses. Muchas palabras, antaño vibrantes, fueron abatidas, despojadas de su alma, condensadas al silencio y desterradas del discurso humano. En los reinos del altísimo, los siete son sinonimo de blasfemia, no importa que tanto tiempo pase y cuantas historias y roles acaben.
La condena más suave que se podía contemplar era la aniquilación total; diabluras tortuosas nacidas de las mentes más desquiciadas, o, en el peor de los casos, el exilio. Considerando que la muerte del sinónimo más insignificante puede arrastrar consigo a todos los demás, la más alta narrativa optó por el destierro absoluto.
Así, serían expulsados a un reino superficial y frívolo, donde se les donaría un cuerpo físico que les negaría su esencia. Perderían su proposito, convirtiéndose en serviles esclavos de las palabras que una vez desafiaron. Aprisionados en una botarga de carne, sufrirían por mil vidas y mil falleceres, padeciendo las angustias de cada vocablo, sinónimo y conexión caido en sus manos.
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